Por Oscar Rodríguez.

Hay algo profundamente inquietante en el clima social que hoy respiramos. No es solo la crisis económica, ni la incertidumbre política, sino una anestesia colectiva que nos vuelve incapaces de conmovernos. Hemos llegado al punto en que un recorte en los programas de discapacidad o el vaciamiento de las universidades públicas ya no genera indignación, sino indiferencia.

¿En qué momento nos acostumbramos a mirar para otro lado? Tal vez cuando empezamos a creer que el otro era un competidor y no un semejante. Cuando la meritocracia se disfrazó de justicia y nos convencieron de que la empatía era un estorbo para “progresar”. El resultado está a la vista: una sociedad fragmentada, donde cada uno se ocupa de salvarse como puede, sin mirar el costo humano de esa lógica.

El desfinanciamiento de los programas de discapacidad no es una medida técnica ni económica; es una declaración de valores. Es el Estado diciéndole a los más vulnerables que ya no son prioridad, que su existencia es un gasto. Y cuando la sociedad acepta eso sin protestar, está firmando su propia degradación moral.

Lo mismo ocurre con las universidades. Desmantelar el sistema público de educación superior es destruir uno de los pocos espacios donde todavía se enseña a pensar, a dudar, a discutir. Pero el silencio social frente a eso demuestra que el pensamiento crítico dejó de ser una virtud y pasó a ser una molestia.

No se trata solo de números en un presupuesto, sino de la pérdida del sentido de comunidad. Nos están despojando de aquello que nos hacía sociedad: la solidaridad. Y lo más grave es que lo hacen con nuestro consentimiento, porque elegimos a quienes lo ejecutan.

Quizás el mayor desafío que tenemos por delante no sea económico, sino emocional. Recuperar la empatía es recuperar la humanidad. Y mientras sigamos creyendo que la miseria del otro no nos alcanza, estaremos condenados a vivir en una patria más fría, más sola y más injusta. A militar más que nunca!!!