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Nota Completa

CAPITALISMO LÍQUIDO VS. CAPITALISMO SÓLIDO

Publicado : 22/10/2025
(Review)

Esta es la nueva guerra interna del capitalismo occidental (El Tábano Economista)

No fue una simple visita de negocios. Fue una revelación, una sacudida para la psique corporativa occidental. Jim Farley, director ejecutivo de Ford Motor Company, una institución que encarna más de un siglo de hegemonía industrial estadounidense, recorrió las fábricas chinas y regresó a casa usando un adjetivo poco común en el léxico autocomplaciente de los consejos de administración: «aterrado». Lo que vio no era simplemente una mano de obra más barata o una eficiencia incremental. Era un ecosistema tecnológico de otro mundo, una velocidad de iteración que parecía desafiar las leyes de la física económica occidental. Vehículos eléctricos con software de conducción autónoma y sistemas de reconocimiento facial tan avanzados como asequibles, fabricados con una calidad que, en sus propias palabras, hacía palidecer lo producido en Occidente.

Este estupor no es anecdótico; es sintomático. Es la punta del iceberg de una convulsión estructural que está reconfigurando el orden global. Por un lado, el capitalismo financiarizado de Occidente, obsesionado con la extracción de valor y los rendimientos espectaculares a corto plazo. Por el otro, el capitalismo productivo-estatal de China, enfocado en la creación de capacidad material y la dominación tecnológica a largo plazo.

No se trata meramente de una competencia geopolítica entre naciones, sino del choque de dos futuros capitalistas radicalmente distintos, donde el futuro del empleo, la soberanía tecnológica y el propio estatus civilizatorio de Occidente están en juego. Esta es la crónica de un ocaso hegemónico anunciado por los patrones de la historia y acelerado por la miopía de unas élites que confundieron la ingeniería financiera con el progreso.

El capitalismo occidental, particularmente en su encarnación anglosajona, ha experimentado una mutación fundamental desde la década de 1980. Abandonó progresivamente su alma productiva para abrazar las finanzas. Este modelo, que podríamos denominar «capitalismo de casino», se caracteriza por la primacía absoluta del valor para el accionista sobre cualquier otra consideración, ya sea productiva, social o estratégica. Este dogma se traduce en un conjunto de prácticas extractivas que han vaciado la capacidad industrial de Occidente:

La tiranía de la recompra: en lugar de invertir capital en investigación y desarrollo, en la modernización de plantas obsoletas o en la capacitación de una fuerza laboral de alta calidad, las corporaciones destinan sumas astronómicas a recomprar sus propias acciones en el mercado abierto. Este artificio contable, legalizado en 1982, no crea ni un solo bien tangible, ni un nuevo proceso productivo.
El cortoplacismo como doctrina: la presión por generar rendimientos trimestrales cada vez más altos ha instaurado una tiranía del presente. Esto ha llevado a una desinversión sistemática en la economía real. Las áreas productivas son desmanteladas, no por ser inherentemente inviables, sino por no ser suficientemente rentables en el horizonte miope de Wall Street.
La quimera del crecimiento por adquisición: en este ecosistema, es más racional —y más rápido— crecer comprando competidores o empresas de sectores adyacentes que mediante la ardua y lenta expansión orgánica de la capacidad productiva interna. Las fusiones y adquisiciones se convierten en el mecanismo preferido de crecimiento, creando conglomerados financieros gigantescos pero frágiles, cuyo valor reside más en su poder de mercado y en sus sinergias contables que en su capacidad innovadora o manufacturera.
El resultado de esta mutación financiera es lo que los economistas heterodoxos denominan una «huelga de capital silenciosa». El capital, en su forma líquida y especulativa, se niega a ser invertido en la economía productiva. ¿Para qué arriesgarse en la construcción de una fábrica, con sus largos períodos de amortización, cuando se pueden obtener rendimientos superiores y más rápidos especulando con derivados, divisas o recomprando acciones? El sector financiero, que en su origen tenía la función social de canalizar el ahorro hacia la inversión productiva, ha dejado de ser un servidor para convertirse en un parásito de la economía real.

Frente a este modelo, China ha construido, con una disciplina espartana, un capitalismo de Estado orientado a la producción. Su sistema no niega el mercado, pero lo subordina de manera incuestionable a los objetivos estratégicos de la Nación. Aquí, la lógica no es la maximización del valor para el accionista, sino la maximización de la capacidad productiva nacional como pilar del poder geopolítico.

Mientras Wall Street se especializaba en crear productos financieros cada vez más esotéricos, Pekín se especializaba en crear la infraestructura productiva del siglo XXI: fábricas gigantescas, puertos de ultramar, redes de ferrocarril de alta velocidad y una cadena de suministro de energías renovables que domina el mundo. Esta es la base material del desafío chino, y es lo que la lógica financiera de Occidente no puede comprender, y mucho menos replicar.

La narrativa de que la financiarización es una fase «superadora» o «más evolucionada» del capitalismo es una ilusión peligrosa. La obra del historiador económico Giovanni Arrighi, en su magistral libro «El largo siglo XX«, proporciona el marco teórico para entender este fenómeno no como una innovación, sino como un patrón recurrente que señala el ocaso de una potencia hegemónica.

Arrighi identifica una serie de ciclos sistémicos de acumulación, cada uno liderado por un poder sucesivo (Génova, Gran Bretaña y Estados Unidos). Cada ciclo atraviesa dos fases distintivas.

Por un lado, la de expansión productiva. El nuevo hegemón emerge con un modelo superior de organización productiva y comercial. Génova controló las finanzas. Gran Bretaña impulsó la Revolución Industrial y se convirtió en el «taller del mundo». EE.UU. dominó la producción en masa fordista y la línea de montaje. En esta fase, el capital se invierte principalmente en la esfera real de la producción: infraestructura, fábricas, comercio, tecnología. El crecimiento es tangible y se basa en una ventaja productiva clara.

La segunda fasela expansión financiera, por otra parte,se da cuando llega un punto de saturación en la producción. La competencia aumenta, los beneficios de la producción real disminuyen y la hegemonía empieza a ser desafiada. En este momento, el hegemón en declive experimenta una «mutación»: el capital, al encontrar menores oportunidades de lucro en la producción, migra hacia la esfera financiera. La economía se financiariza. El centro del sistema deja de ser la producción de bienes para convertirse en la acumulación de dinero a través de instrumentos financieros cada vez más complejos y especulativos.

El patrón descrito por Arrighi se ajusta de manera casi perfecta a la trayectoria de EE.UU. Fase productiva (1945-1970s): dominio absoluto de la manufactura global, patrón oro-dólar, Estado de Bienestar y la era del «arsenal de la democracia» y la fábrica del mundo. Punto de inflexión (década de 1970): crisis del petróleo, fin de Bretton Woods, resurgimiento de competidores (Alemania, Japón). La rentabilidad industrial comenzó a caer. Fase financiera (1980-presente): con Reagan y Thatcher, se desata la financiarización. El capital abandona la costosa y competitiva producción nacional y busca rendimientos en Wall Street: relocalización, recompras de acciones, derivados, titulizaciones, mercados de deuda. El «largo siglo XX» estadounidense está mostrando los mismos síntomas terminales que sus predecesores.

La paradoja y el conflicto geopolítico quedan expuesto por Arrighi al señalar que, durante esta transición, el dominador en declive (financiero) y el aspirante (productivo) se vuelven interdependientes y antagónicos al mismo tiempo. La interdependencia, el capital excedentario de la fase financiera de EE.UU. fluyó hacia China para financiar su boom productivo, buscando los altos rendimientos que ya no encontraba en casa. Esto alimentó la máquina china.

El antagonismo llega cuando el poder financiero se da cuenta de que está alimentando a su propio verdugo. La dependencia se vuelve estratégicamente insostenible. De ahí las intervenciones temporalmente (expropiación encubierta) mediante una ley de emergencia, de los Países Bajos, por ejemplo, a la empresa china Nexperia, filial a su vez de la compañía del ‘gigante asiático’ Wingtech Technology de chips: son los intentos del viejo orden (Occidente financiarizado) por protegerse del ascenso del nuevo orden (China productiva), rompiendo la misma simbiosis que lo enriqueció.

Esta es la gran paradoja: Occidente, tras desmantelar deliberadamente su propia capacidad productiva en nombre de la eficiencia financiera, ahora se ve obligado a recurrir a la intervención estatal —subsidios masivos, como la Ley de Reducción de la Inflación (IRA) en EE.UU., la Ley de Chips europea, bloqueos— para intentar resucitar industrias que su propio modelo de negocio hizo morir. Es una carrera contra reloj, y la lógica financiera cortoplacista sigue siendo un lastre formidable. ¿Invertirán las empresas los subsidios estatales en I+D a largo plazo o los utilizarán para nuevas rondas de recompras que inflen sus cotizaciones?

La intervención estatal, tan denostada durante el auge del neoliberalismo, ya no es una opción ideológica, sino una necesidad de supervivencia nacional. El capitalismo financiarizado es estructuralmente incapaz de autorreformarse a la velocidad que la crisis exige, porque toda su arquitectura de incentivos premia el cortoplacismo y castiga la inversión productiva a largo plazo.

La pregunta central, por tanto, no es si China superará a Estados Unidos. La pregunta más profunda y angustiante es: ¿puede el capitalismo occidental, en su forma financiarizada actual, superar su propia lógica suicida? ¿Puede reanimar su agotada fase productiva antes de que el centro de gravedad del capitalismo mundial se mude definitivamente a Asia?

La advertencia de Jim Farley, cargada de un terror visceral, es el reconocimiento de este cambio de era. No es el miedo a un competidor, sino el pánico a haberse convertido en el espectador de su propia irrelevancia. La historia, como bien lo previó Arrighi, está en movimiento. Y el sonido que escuchamos no es el de las cadenas de montaje chinas, sino el de los ciclos hegemónicos girando una vez más, mientras Occidente, hipnotizado por los números verdes en una pantalla, se pregunta qué salió mal. La respuesta, incómoda y crítica, es que confundió la riqueza con el dinero, y en ese error, olvidó cómo se crea la primera.