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Nota Completa

16 DE SEPTIEMBRE: LA REVOLUCIÓN FUSILADORA, EL GOLPE CONTRA EL PUEBLO

Publicado : 16/09/2025
(Review)

Setenta años después, la historia desnuda a los golpistas como traidores a la Patria y enemigos declarados de la clase trabajadora.

El 16 de septiembre de 1955 no se “liberó” a la Argentina de una supuesta tiranía. Ese día se consumó un golpe cívico-militar-eclesiástico que, con el respaldo de la oligarquía local, los partidos conservadores y la jerarquía de la Iglesia Católica, interrumpió por la fuerza un gobierno legítimo elegido con el 62,49% de los votos. El blanco no era Perón en abstracto: era un pueblo que había conquistado derechos, bienestar, dignidad, vivienda, salud, educación y soberanía.

La autodenominada “Revolución Libertadora” no fue más que una revancha oligárquica, ejecutada con bombas, persecuciones y fusilamientos. Detrás de Aramburu y Rojas no había defensores de la democracia, sino verdugos dispuestos a arrasar con el movimiento obrero y devolver privilegios a las elites que nunca aceptaron que el hijo del trabajador pudiera soñar con un futuro distinto. La frase brutal del contralmirante Arturo Rial —“la Revolución Libertadora se hizo para que en este país el hijo del barrendero muera barrendero”— resume con crudeza la matriz racista y clasista del golpe.

Lejos de las estampas edulcoradas que todavía algunos medios intentan vender, los golpistas fueron traidores profesionales. Rojas, que en 1952 brindaba en nombre de Perón, Eva y la CGT, y Aramburu, que poco antes del golpe exigía pruebas de lealtad al peronismo para ascensos en el Ejército, no dudaron en cambiar de bando cuando olieron la posibilidad de lucrar con la traición. Sus nombres quedaron asociados no a la “civilización” sino al terror, la proscripción y el fusilamiento de civiles y militares leales en 1956.

A los tanques y los decretos se sumó la complicidad extranjera: cables diplomáticos y crónicas periodísticas dan cuenta de apoyos concretos de Gran Bretaña, incluso desde las Islas Malvinas, a los insurrectos. El objetivo de fondo era claro: impedir la soberanía energética, frenar la industrialización y reinstalar la dependencia económica.

Durante casi dos décadas, el peronismo fue proscripto, sus símbolos prohibidos, sus militantes perseguidos y encarcelados. Pero los golpistas fracasaron en lo esencial: no pudieron arrancar del corazón del pueblo la memoria de las conquistas ni la lealtad a un proyecto nacional y popular. El peronismo resistió en las fábricas, en las villas, en los sindicatos y en la calle.

Hoy, a setenta años, recordar el golpe no puede ser un ejercicio académico ni nostálgico. Es una advertencia política: cada vez que el pueblo conquistó derechos, la oligarquía buscó anularlos con violencia. Los golpistas del ‘55 fueron los antecesores de los verdugos del ‘76 y de los ajustadores de hoy. Su odio de clase sigue vivo en quienes gobiernan con motosierra y blindaje mediático.

La memoria exige nombrar a los responsables y desarmar las mentiras: ni libertadores ni patriotas, fueron golpistas, traidores y represores. Honrar a quienes resistieron, a quienes dieron su vida frente a los fusilamientos y a quienes defendieron al pueblo, es el mejor antídoto contra el negacionismo y la claudicación.

El 16 de septiembre de 1955 no nos derrotó. Nos enseñó que la historia no se detiene con bombas ni decretos. Y que frente a cada intento de proscripción, el pueblo organizado siempre volverá.