Celebramos la independencia formal, pero la construcción de la verdadera soberanía económica, política y social sigue siendo una tarea inconclusa que requiere unidad, memoria y resistencia.
El 9 de julio de 1816 marcó un hito en la historia nacional con la declaración formal de independencia en el Congreso de Tucumán. Pero esta independencia fue apenas el inicio de un proceso inacabado, una disputa que atravesó la historia argentina con figuras emblemáticas que entendieron que la libertad no se logra solo con un papel, sino con la defensa activa del pueblo y sus derechos. Una independencia meramente formal, mientras subsistan la desigualdad, la entrega y la dependencia, no es verdadera independencia: es su caricatura.
José de San Martín abrió el camino, no solo al liberar territorios, sino al construir una identidad nacional desde la autonomía frente a las potencias extranjeras. Su proyecto continental no era sólo militar: era profundamente político. Apostaba a la integración regional como escudo contra el colonialismo de siempre. La independencia no era un fin en sí mismo, sino la llave de una patria grande, libre de toda dominación. San Martín no cruzó los Andes para fundar republiquetas débiles: cruzó los Andes para consolidar una soberanía popular que debía vencer tanto al imperio español como a las oligarquías locales cómplices.
La verdadera soberanía, sin embargo, chocó con las ambiciones de los poderosos de adentro y de afuera. Contra ellos se alzó Juan Manuel de Rosas, figura tantas veces tergiversada por la historia oficial escrita por quienes siempre odiaron a los que defendieron al pueblo. Rosas fue retratado como tirano por quienes celebraban los bombardeos anglo-franceses al país. En realidad, fue él quien enfrentó con firmeza el bloqueo imperial, quien dijo "no se entrega la soberanía" cuando la flota más poderosa del mundo quiso arrodillarnos. Su defensa férrea del federalismo, su combate al unitarismo porteño y su alianza con los sectores populares del interior le valieron la traición de las élites y el odio eterno de los civilizados de salón. En él se encarna, por primera vez, una idea profunda: la patria no es solo un mapa, es una causa social.
Con Juan Domingo Perón, la lucha por la independencia adquirió una dimensión social y económica que dio frutos concretos: industrialización nacional, derechos laborales, justicia social y la inclusión de las mayorías. Perón comprendió que sin independencia económica no hay soberanía política ni justicia social. No se puede hablar de nación libre si el pueblo vive esclavizado por el capital extranjero o por sus sirvientes locales. La Constitución de 1949, abolida por decreto por los golpistas del ‘55, establecía claramente esa voluntad de liberación integral: no solo política, sino también económica y cultural. Esa fue la verdadera segunda independencia: la de los trabajadores, las mujeres, los humildes, los que por primera vez eran sujetos de derechos.
Esa tradición nacional y popular fue recuperada y profundizada en el siglo XXI por Néstor Kirchner y Cristina Fernández, que revirtieron el saqueo neoliberal, desendeudaron al país, recuperaron YPF y Aerolíneas Argentinas, reinstauraron la política de memoria, verdad y justicia, y renovaron la disputa contra el entreguismo y la dependencia. No hubo acto más soberano que decirle “chau” al FMI en 2005. No hubo defensa más clara de la independencia que juzgar a los genocidas con tribunales civiles y en nombre del Estado de derecho. Cada ampliación de derechos fue, también, un acto de emancipación.
Sin embargo, hoy la independencia vuelve a estar en jaque. Las políticas de ajuste, desregulación y entrega de recursos estratégicos impulsadas por el gobierno de Javier Milei, en alianza con el poder económico más concentrado y con el beneplácito de Washington, reinstalan un modelo de subordinación neocolonial. No es casual que el discurso oficial ataque los consensos democráticos del ‘83, banalice la dictadura, degrade lo público y promueva el sálvese quien pueda. Es parte de un proyecto más amplio: el vaciamiento deliberado del Estado nacional, la demolición de la soberanía, la eliminación del rol redistributivo del Estado y el desmantelamiento de la Argentina social construida desde 1945.
Por eso, la celebración de estos 209 años no puede ser un acto vacío ni un ritual sin contenido. Es momento de volver a decir, con todas las letras, que la independencia formal de 1816 fue el punto de partida, pero la independencia definitiva es un desafío histórico, presente y futuro. Una independencia integral, que no se reduce a cambiar de bandera sino que apunta a transformar la realidad: garantizar soberanía económica, justicia social, poder popular y dignidad para las grandes mayorías. Esa es la tarea que tenemos por delante. No hay patria sin pueblo. No hay libertad sin igualdad. No hay independencia sin justicia.
Mientras festejamos la memoria de San Martín, Rosas, Perón y Kirchner, renovamos el compromiso con esa lucha inconclusa. La independencia definitiva no está detrás nuestro, está adelante. Y se construye todos los días con organización, conciencia y unidad. Porque si hay algo que la historia enseña es que la patria no se vende, se defiende.