La violencia simbólica de Javier Milei no es solo una táctica discursiva: es un pilar de su gobierno.
La espiral de odio impulsada por Javier Milei no es un episodio aislado ni un simple desbordamiento de su temperamento. Al contrario, es una estrategia construida de manera calculada, dirigida a consolidar su poder mediante la criminalización de todo lo que se le oponga. En lugar de un diálogo democrático, el Presidente ha optado por la confrontación constante, no solo con sus adversarios políticos, sino con amplios sectores de la sociedad civil que, según él, deben ser destruidos en su integridad moral.
Este discurso de odio no se limita a palabras vacías. Es una técnica de desgaste social que ataca a las organizaciones sociales, a los sindicatos, a los movimientos populares y a cualquier otra forma de resistencia a su proyecto neoliberal y autoritario. Milei ha encontrado en el enfrentamiento una herramienta eficaz para debilitar el tejido social, dividir a la sociedad y, sobre todo, garantizar que su proyecto económico, que solo beneficia a los más ricos, no encuentre oposición organizada.
Lo más preocupante es que este discurso, que podría haber quedado relegado a los márgenes de la política, encuentra en el respaldo de las élites económicas un apoyo explícito. Empresarios, banqueros y sectores concentrados de la economía aplauden en silencio o en voz alta la estrategia de polarización del gobierno, convencidos de que su permanencia en el poder es la garantía de que sus intereses no serán tocados. La demonización de los sectores más vulnerables, de los movimientos sociales y de los críticos en los medios de comunicación se convierte así en una forma de consolidar un orden que preserva el privilegio de los pocos a costa del sufrimiento de las mayorías.
Sin embargo, la estrategia tiene un precio. La fragmentación social que promueve Milei está llevando a un aumento de la violencia simbólica y real en todos los rincones del país. El clima de intolerancia alimenta conflictos que antes estaban soterrados, mientras las políticas públicas se limitan a la represión y la criminalización, en lugar de abordar las raíces estructurales de la pobreza, la desigualdad y la inseguridad.
En lugar de un gobierno que impulse el diálogo y la justicia social, la administración de Milei opta por destruir el pluralismo y cerrar las puertas a una verdadera reconstrucción del contrato social. Lo que propone el gobierno no es un modelo de bienestar común, sino un proyecto de exclusión que favorece la concentración de la riqueza en pocas manos, mientras la mayoría de los argentinos se enfrenta a la marginalización y el desempleo.
Este camino no solo es moralmente indefendible, sino también insostenible. La historia demuestra que los discursos de odio, cuando son impulsados desde el poder, no solo crean divisiones, sino que también debilitan las bases mismas de la democracia. La polarización social que promueve Milei no es solo un riesgo para el bienestar de la población, sino para la estabilidad del país. No se trata de una estrategia aislada o pasajera: es la base de un proyecto reaccionario que busca borrar cualquier avance en materia de derechos humanos, justicia social y democracia.
Es fundamental que la sociedad argentina no permita que el odio se convierta en el lenguaje oficial de nuestro tiempo. Solo con unidad, organización y resistencia podremos frenar este avance autoritario y recuperar un futuro en el que prevalezcan la justicia, la solidaridad y la dignidad de todos y todas.