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CUANDO ESTADOS UNIDOS AVANZA, AMÉRICA LATINA PAGA EL COSTO

Publicado : 24/12/2025
(Review)

La historia de las intervenciones estadounidenses en la región no es un archivo cerrado: vuelve a proyectarse sobre el presente, en un contexto de alineamientos políticos, presión geopolítica y retrocesos en la autonomía regional.

Cada vez que Estados Unidos intervino de manera directa o indirecta en América Latina, el resultado fue una combinación letal de golpes de Estado, dictaduras, guerras civiles y masacres. No se trata de una interpretación ideológica sino de un registro histórico ampliamente documentado, con cifras, nombres propios y responsabilidades políticas precisas. Desde mediados del siglo XX, Washington actuó de forma sistemática para frenar procesos políticos que cuestionaran sus intereses económicos y estratégicos, en particular aquellos vinculados a la redistribución de la tierra, el control de los recursos naturales o la construcción de proyectos soberanos.

En Guatemala, en 1954, la CIA participó activamente del derrocamiento del presidente electo Jacobo Árbenz luego de que su reforma agraria afectara los intereses de la multinacional estadounidense United Fruit Company. El golpe dio paso a la dictadura de Carlos Castillo Armas y a una guerra civil que se extendió durante 36 años, con un saldo de más de 200.000 personas asesinadas y 45.000 desaparecidas. En Brasil, el gobierno de João Goulart fue derrocado en 1964 con apoyo logístico, financiero y político de Estados Unidos, inaugurando una dictadura militar que se prolongó hasta 1985 y dejó al menos 10.000 víctimas fatales, además de miles de presos políticos y torturados.

La Argentina no fue la excepción. El golpe de Estado de 1976, que derrocó a Isabel Perón, contó con el respaldo político y diplomático de Estados Unidos y se inscribió dentro del Plan Cóndor, el dispositivo de coordinación represiva continental impulsado desde Washington junto a las dictaduras del Cono Sur. El terrorismo de Estado dejó más de 30.000 desaparecidos, decenas de miles de secuestrados y una transformación estructural de la economía orientada a la desindustrialización, la apertura financiera y el endeudamiento externo, cuyas consecuencias aún condicionan el presente.

En República Dominicana, tras el triunfo electoral del presidente Juan Bosch, un golpe militar derivó en una rebelión popular que buscaba restituir el orden democrático. La respuesta de Estados Unidos fue el desembarco de más de 20.000 marines para sostener al régimen golpista, con un saldo de más de 7.000 muertos. En Chile, la injerencia estadounidense fue decisiva en el derrocamiento del presidente Salvador Allende en 1973, cuyo asesinato abrió paso a la dictadura de Augusto Pinochet, responsable de más de 3.000 ejecuciones, 40.000 personas torturadas y miles de exiliados.

La lista continúa en Nicaragua, donde Estados Unidos financió, entrenó y armó a la Contra durante una guerra que se extendió por más de una década y dejó más de 50.000 muertos; en El Salvador, donde el respaldo estadounidense al ejército y a los escuadrones de la muerte profundizó una guerra civil con más de 75.000 asesinados y 8.000 desaparecidos; y en Haití, donde el presidente Jean-Bertrand Aristide fue derrocado por militares entrenados por Washington apenas ocho meses después de asumir, dando paso a la dictadura de Raúl Cédras, responsable de más de 4.000 muertes.

Estos antecedentes no pertenecen únicamente al pasado. En el presente, América Latina vuelve a ocupar un lugar central en la disputa geopolítica global. El control de recursos estratégicos —energía, petróleo, litio, alimentos y agua— reposiciona a la región en el tablero internacional, mientras Estados Unidos reactualiza su influencia mediante sanciones económicas, condicionamientos financieros y presión diplomática, con Venezuela como uno de los principales focos de tensión.

La intensificación de sanciones, el cerco comercial sobre el petróleo venezolano y el aumento de la presencia militar estadounidense en el Caribe reeditan una lógica de intervención que el continente conoce de sobra. En ese escenario, el alineamiento automático de gobiernos como el de Javier Milei con la política exterior de Washington vuelve a colocar a la Argentina en una posición de subordinación, alejándola de una tradición histórica de no intervención y defensa de la soberanía regional.

La experiencia latinoamericana demuestra que cada vez que Estados Unidos avanzó sobre el continente lo hizo en nombre de la democracia, la libertad o la estabilidad, pero dejó a su paso sociedades fragmentadas, economías devastadas y generaciones marcadas por la violencia. Recordar estos procesos no es un ejercicio nostálgico ni retórico: es una necesidad política para comprender el presente y evitar que la historia vuelva a repetirse, esta vez bajo nuevas formas y con viejos costos.