El desfinanciamiento estatal del espejismo neoliberal (El Tábano Economista)
En 1982, el primer Forbes 400 estadounidense coronaba a Daniel Ludwig, un magnate del transporte marítimo que había amasado 2.000 millones de dólares moviendo petróleo y madera por el mundo. Le seguían herederos del petróleo y minoristas como Sam Walton de Walmart. Eran ricos de carne y hueso. La economía de posguerra necesitaba fábricas, puertos y miles de trabajadores.
Los primeros retratados por Forbes eran capitalistas de la era industrial, cuyos activos estaban anclados al suelo, a la geografía, por tanto, a la jurisdicción fiscal de una nación. El fisco podía contar las máquinas, pesar los contenedores y gravar las nóminas. Cuatro décadas después, este paisaje se ha evaporado. El podio lo ocupan ahora nombres como Elon Musk, Larry Ellison, Jeff Bezos y Mark Zuckerberg, cuyas fortunas colectivas, que se miden en centenares de miles de millones, no residen en cosas, sino en espejismos digitales, fondos de inversión que se mueven a la velocidad de la luz, nubes de datos etéreas y algoritmos que predicen y moldean el deseo antes de que este emerja en la conciencia del consumidor.
Este tránsito de lo tangible a lo intangible no es una mera curiosidad estadística o un cambio de sectores económicos; es la gran mutación silenciosa que ha corroído los cimientos de los sistemas fiscales occidentales, transformando la naturaleza misma de la riqueza y, con ella, la capacidad del Estado para cumplir sus funciones más esenciales. En el capitalismo neoliberal occidental, la financiarización ha creado una clase de superricos que son, de facto, inmunes a los mecanismos tributarios tradicionales, obligando a los Estados a financiar sus funciones esenciales mediante impuestos regresivos que castigan a la mayoría.
El cambio en la fuente de la riqueza está directamente ligado al problema central de la degradación de la tributación en los Estados neoliberales occidentales. Los sistemas tributarios de esta parte del planeta están diseñados para gravar el ingreso (salarios, beneficios) y el consumo, no la riqueza (el stock de activos) o las ganancias de capital no realizadas. A medida que las ganancias de capital y las rentas corporativas son eludidas por la élite y las multinacionales, los Estados se enfrentan a un déficit de financiación. La respuesta sistémica ha sido el traslado de la cargafiscal hacia los sectores menos móviles y con menor capacidad de maniobra.
No es que los ricos sean más listos; es que el sistema fiscal fue escrito para ellos. Por ejemplo los préstamos contra acciones: Musk tiene 200.000 millones prestados al 2 % anual sin vender una sola acción de Tesla. No hay ganancia realizada, si las acciones no se venden, no se pagan impuestos. Apple guarda 250.000 millones en Bermudas; Google canaliza 100.000 millones anuales por Irlanda y Singapur, en guaridas fiscales. Los Walton (Walmart) han transferido 100.000 millones a fideicomisos que nunca pagarán herencia.
El resultado es devastador: entre 1980 y 2024, la tasa efectiva que pagan las grandes corporaciones estadounidenses cayó del 33% al 11,3 %, según el Economic Policy Institute. Mientras tanto, la carga fiscal se desplazó hacia el consumo: el IVA, los impuestos al salario y los gravámenes al combustible representan hoy el 82 % de la recaudación en América Latina y el 65 % en Europa. Elon Musk paga 0 % por los 44.000 millones de ganancia no realizada que sumó Tesla en 2024.
En 2023, los 400 estadounidenses más ricos pagaron una tasa efectiva del 8,2 %, menos que una maestra de Kansas (11,6 %). ProPublica lo llamó “la mayor estafa fiscal de la historia” y tiene razón. Cuando los ricos no pagan, alguien lo hace. Entre 1980 y 2025, la inversión pública en infraestructura cayó un 40 % en los países de la OCDE. En América Latina, el déficit de infraestructura alcanza los 2,5 billones de dólares, según el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Las escuelas se caen a pedazos, los trenes no llegan y a los hospitales le falta lo esencial. Mientras, el 1 % más rico de la región multiplicó por siete su patrimonio desde 2002.
A 15.000 kilómetros, Pekín aplica la lógica inversa. En agosto de 2021, Xi Jinping lanzó la “prosperidad común” con una frase que congeló la sangre de los multimillonarios chinos: “La riqueza excesiva es inaceptable”. Dos meses después, Alibaba recibió una multa de 2.800 millones de dólares, Tencent donó 15.000 millones a fondos rurales, Pinduoduo aportó 10.000 millones para agricultura y así sucesivamente.
La tasa corporativa china es del 25 %, idéntica a la francesa. La diferencia es que nadie evade. Las empresas estatales entregan el 40 % de sus beneficios directamente al Tesoro. Las privadas tecnológicas deben crear “comités del Partido” que aprueban inversiones mayores a 100 millones de dólares. Desde 2022, cualquier Oferta Pública Inicial (IPO) en el extranjero necesita luz verde del regulador bursátil chino, que exige “contribución a la prosperidad común”.
El contraste con China subraya que la solución a la degradación fiscal no es solo técnica (como un impuesto global mínimo corporativo o un impuesto a la salida o exit tax), sino profundamente política. Requiere que los Estados recuperen la capacidad de gravar el stock de riqueza (por ejemplo, a través de impuestos a la riqueza o a las ganancias de capital no realizadas) y limitar la movilidad parasitaria del capital financiero.
El resultado, el coeficiente de Gini chino cayó de 0,43 en 2010 a 0,37 en 2024, según el Banco Mundial. En EE.UU. subió a 0,41. En América Latina se estancó en 0,48. Pekín recauda 18% del PBI en impuestos; Washington, 16,5%; Buenos Aires, 11%.
China no inventó la justicia fiscal. Jack Ma, de Alibaba Group, desapareció tres meses en 2020 después de criticar a los reguladores. Regresó con 20.000 millones menos y una fundación educativa en zonas rurales. Nadie lo llama dictadura cuando dona. Occidente, en cambio, convirtió la evasión en arte. Bernard Arnault, dueño de Louis Vuitton, trasladó su residencia fiscal a Bélgica en 2023 para evitar el impuesto a las grandes fortunas francés. Nadie lo detuvo. En Argentina, los 50 mayores contribuyentes declaran domicilios en Uruguay o Miami mientras facturan 40.000 millones de dólares locales.
En 1982, los 400 estadounidenses más ricos tenían el 1,5 % del PBI, hoy tienen el 4,5 %. En China, los 400 más ricos tienen el 2,1 % y bajando. Mientras Occidente discute si gravar a los ricos es “envidia”, Pekín ya los puso a trabajar para el Estado.
La historia no miente: todo imperio que permitió que su élite se desconectara del pacto fiscal terminó mal. Roma gravó a los latifundistas en el siglo III y los eximió en el IV. Ya sabemos cómo terminó. El capitalismo neoliberal no es eterno; es una fase. China nos está mostrando la siguiente, quizás para algunos no es bonita, pero al menos reparte la cuenta.
Los pañales de Walmart costaban 3 dólares el paquete y pagaban impuestos. Los algoritmos de Elon Musk valen 500.000 millones y no pagan nada. Algún día, alguien tendrá que explicarles a nuestros hijos por qué sus escuelas no tienen calefacción mientras un hombre dispara naves al espacio con dinero que nunca tributó.
Ese día, quizá recordemos que la prosperidad común no es una utopía comunista: es la condición mínima para que cualquier sociedad sobreviva a sus propios multimillonarios.